Gilles Berquet, vouyerismo al claroscuro con un toque de maldad


Mi primer contacto con la fotografía de Gilles Berquet se dio de forma casual, casi sin querer: un amigo que fue a Europa, a su regreso, me trajo una Penthouse en versión francesa. “Toma, a ti que te gustan estas cosas”, me dijo y explicó que se la había encontrado, abandonada, en el clóset de un hotel de paso de la rue Pigalle.

Agradecí el regalo; una revista que se lee a una mano siempre será mejor que una gárgola diminuta o una Eiffel a escala... o —peor aún— una Mona Lisa de llavero, pensé. Quiso el destino que el número en cuestión estuviera dedicado precisamente a Berquet, un portafolio completo, edición especial a propósito de la publicación del libro Parfums mécaniques.

En el acto quedé prendado.

De eso ya más de mil años. Y he aquí lo estridente: al repasar las imágenes de Berquet el día de hoy sigo sintiendo esa mezcla de asombro y desolación que experimenté aquella primera vez que las vi. Al grueso de los fotógrafos fetish es fácil encontrarles el truco o la pose, sus temas cautivan —en el mejor de los casos— durante cinco minutos, después se vuelven repetitivos y hasta inocentes. Nada de eso sucede con Gilles Berquet.

La fotografía de este francés está especialmente diseñada para causar daño permanente, para lobotomizar (valga la expresión) lo poco bueno que queda de nuestra conciencia. Sus fantasías bizarras le rinden tributo al movimiento clandestino de fotografía porno de los años veinte, pero con un toque decadentemente actual.

Berquet es una de las figuras más importantes de la escena bondage europea. Sus creaciones se publican con regularidad en revistas de culto como Marquis y SkinTwo. Artistas gráficos, cineastas y videoclipseros han reproducido su estética una y otra vez. En fin, se ha vuelto una referencia ineludible para aquellos interesados en perforaciones, tatuajes, leather, látex y todo lo kinky.

Contrario a Gunter Blum o Jan Saudek, fotógrafos mucho más expuestos, el trabajo de Berquet no admite sutilezas. Sus encuadres nos dejan atisbar un mundo en donde es perfectamente normal la ingesta de excreciones, sus retablos sirven de apología a la satiriasis, de festejo a la fascinación lúbrica que producen las monjas felatrices. Visceral sin caer en lo Witkin, Berquet expone la urofagia sin tapujos, el hermafrodismo y la mutilación sin reticencias.

Y sí, las imágenes de este pintor de luz fascinan y producen estreñimiento. Fácil es descubrir su maliciosa intención por enseñarnos lo monstruosamente hermoso, lo inocentemente perverso, lo dual. Él sabe que la tecnología produce engendros disímiles de extraña belleza, mutaciones encantadoras, flores del mal.

Licenciosas y descotadas pero a la vez púdicas y angelicales, las modelos de Berquet son diablesas con escalpelo en posiciones abyectas que buscan el plaisir a tout prix: fuman tranquilamente mientras se introducen un dildo, ríen virulentamente al ser colgadas y castigadas, juguetean morbosamente con pulpos o exhiben la grupa sabedoras de que una lupa les amplía el agujero deyector.

Las composiciones de Berquet son explícitas, sí, pero sin caer en lo abigarrado. Nos muestran fetiches que creíamos imposibles, mujeres voluptuosas en busca de la glorificación que sólo el látigo bien aplicado puede dar, víctimas imaginarias destinadas a la consumación violenta. Mirar sus escenas crueles y execrables es como espiar por la cerradura de la puerta un paisaje tentador y temido, es como embarrar en un lienzo lo más prohibido de Apollinaire o Lautréamont o Guyotat; como sodomizar a Pierre Moliner y vivir cuerdo para contarlo.

Poco o nada se sabe de la vida de Berquet. Edita la revista Maniac y nunca concede entrevistas. Sus libros, publicados por Jean-Pierre Faur, son caros y difíciles de conseguir. Su pornografía es demasiado estilizada para las zonas rojas de Ámsterdam, Berlín o París. Que se sepa, sólo un lugar de Europa exhibe su obra, el Museo Erótico de Hamburgo, en el infame distrito de San Pauli.

Gilles Berquet es un autor fantasma bastante esquivo, un libertino del nitrato que evita a toda costa ser localizado e identificado. Quizá el secreto sea parte de su éxito. Quizá sea nada más el desparpajo con el que nos cuenta sus historias nefandas de tormentos inconcebibles —pero apetitosos.

Ahora sabemos que en el dolor está la costra de la satisfacción. Podéis ir en paz, el artículo ha terminado.


Texto: Arturo Pizá Malvido

Originalmente publicado en UniversoE, 2001

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