Preparen, apunten, Burroughs

Espero que Bill Burroughs se vaya al infierno y se quede ahí.

La madre de Joan Vollmer


Ese seis de septiembre de 1951 el junkie empezó a beber apenas despuntado el día. ¿Qué diablos está mal? —se preguntó al no poder alejar de un trancazo de alcohol barato la sensación de venidera desgracia. Todo se iría al caño, sin duda. El junkie cogió una bolsa y metió en ella su pistola… tal como se lo aconsejó el horóscopo, ese que nunca leyó. Apuró su trago y, junto con su mujer, su beoda, abandonó el departamento 8 de un edificio incrustado en el 210 de la calle Orizaba. Los niños se quedaron empeñados con los vecinos.

Cerca de las cuatro de la tarde, el junkie y la beoda llegaron a un edificio de la calle Monterrey, lugar donde supuestamente vivía un yanqui interesado en comprar una pistola (otra versión niega el negocio del arma y señala que la pareja fue simplemente a tomarse unos tragos con los amigos). Sea como fuere, el junkie y la beoda entraron al departamento 10, saludaron a los cuatro o cinco gringos presentes y se acurrucaron en la estancia. Sobra decir que la vivienda era un cubo atestado de botellas de ginebra y vasos a medio beber.

El junkie y la beoda se sirvieron Oso Negro con limonada. El junkie sacó la pistola automática (cargada) y la puso a dormir sobre una mesita contigua a él. Hasta ahí, todo bien.

Tres horas después y media docena de Osos Negros más tarde, el junkie comenzó una plática que jamás terminaría. Era la cantinela por todos oída, la misma de quererse ir a vivir con su familia a un sitio perdido de Sudamérica en el que cazaría animales salvajes para subsistir. En esas estaba cuando la beoda, quizá más borracha que él, interrumpió la tertulia con palabras parecidas a éstas: “Si nos fuéramos a tu maravilloso terreno, nos moriríamos de hambre. Eres demasiado indeciso como para dispararle a alguien”.

Te voy a probar lo contrario —le dijo el junkie a su mujer y agregó—, es hora de hacer nuestro acto a lo Guillermo Tell, vamos a probarles a estos ojetes lo buen tirador que soy.

Divertidos, los demás creyeron que se trataba de una broma (después dijeron que la escena les pareció ridícula, enferma). Sin más, el junkie se levantó, cogió la pistola de la mesa y se rascó un testículo, el izquierdo. Por su parte, la beoda se puso de pie, tomó su pequeño vaso y lo colocó sobre su propia cabeza.

El vaso estaba a la mitad, todavía tenía Oso Negro con agua de limón.

La mujer cerró los ojos, todavía tuvo tiempo de decir que no quería ver, que no soportaba la sangre. El junkie levantó su Star .380 automática, apuntó al vaso y disparó.

Fuckin’ America. William Seward Burroughs llegó a México en 1949. Contrario a otros escritores e intelectuales que buscaron en Aztlán paraísos surrealistas con los cuales inspirarse o teorizar, Burroughs cruzó la frontera simplemente porque su país le parecía atosigante, hipócrita y estúpido. El junkie mayor no vino a conocer las pirámides o a trabar amistad con los genios mexicanos del momento, no, huyó de su país para eludir un juicio pendiente sobre narcotráfico y portación ilegal de armas; ah, y claro, para doparse a gusto y perseguir mancebos.

Burroughs llegó justo en el tiempo del mambo, de las “ombliguistas” (Ninón Sevilla, Tongolele, Su Muy Key), de Tin Tan y su carnal Marcelo, de la vida nocturna en el Waikikí o el Follies. Lejos de asustarse, al escritor le pareció maravillosa la idea de vivir en un pueblote corrupto y salvaje pero amistoso. Así le escribe a su gran amigo Jack Kerouak: “México es muy barato. Una persona puede vivir con dos dólares diarios incluida la bebida… Hay fabulosos burdeles y restaurantes… Todo lo que he visto me gusta: los borrachos duermen justo en la banqueta de una calle principal. Ningún policía los molesta; cualquiera que lo desee puede traer un arma… Todos los oficiales son corruptibles”.

Fuckin’ Mejico. Pero el amor por el país de los tacos le duró poco. Burroughs se empezó a desesperar, la burocracia y los trámites legales para comprar un rancho, sembrar y ser autosuficiente se convirtieron en una pesadilla. Para colmo, las peleas con Joan Vollmer —su mujer—, se volvieron asunto de todos los días. Ella, una anciana de 26 años totalmente consumida por el tequila y las anfetas; él, un escritor con la inspiración extraviada por los pinchazos de todo lo que termina en ina. Así las cosas hasta el día en que el pistolero junkie le metió un plomazo a su mujer.

Joan cayó, el vaso dio vueltas concéntricas sobre el piso, sin romperse. Todos celebraron la puntada, pero interrumpieron la risa cuando el charco de sangre se hizo laguna. El cuerpo de la beoda comenzó a convulsionarse. Sí, el estertor de la muerte. Bill Burroughs se arrojó sobre su mujer y le pidió, entre lágrimas, que le hablara, que le dijera algo.

Los periódicos se dieron vuelo con la noticia: gringo loco mata a su esposa en tremenda borrachera. Burroughs fue llevado al Palacio Negro de Lecumberri, donde sólo permaneció trece días gracias a los tejemanejes de un abogado que hábilmente sobornó a todo el aparato jurídico. “La muerte de Joan —escribió el junkie 35 años después del incidente— me condujo a una eterna lucha en la que no he tenido otra alternativa que la de escribir mi propio escape.”

Del relato anterior se desprende la siguiente enseñanza: si quieres practicar el tiro al blanco con tu consorte, bueno, entonces será mejor que no tomes Oso Negro; cualquier otra cosa menos Oso Negro.

Para todos aquellos interesados en conocer la historia completa, favor de leer La bala perdida, de Jorge García-Robles, Ediciones del Milenio. Un libro que narra las andanzas del escritor norteamericano en nuestro país y que inspiraron, en gran parte, las letras que ahora dan fin.

Texto: Arturo Pizá Malvido

Originalmente publicado en UniversoE, 2001

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